Este poemario es un
canto, una elegía a un amor a quién la
vida (esa fuerza ancestral que nos posee y vive en nuestra sangre, esa que no
entiende de afectos, ni roces, ni caricias, esa maestra dura que nos enseña a
golpes, nos maneja como a peones) le arrebató porque quiso, quizá para mostrar
su superioridad de que es ella la que
manda porque es nuestra dueña
absoluta.
Los versos de María, escritos en la etapa de duelo, después
de fallecer su amor, son cosidos con una sencillez admirable, recorridos de punta a punta de una
inefable ternura, sin dobleces
engañosas, bien escritos, acarician el alma misma del lector que se pierde en
sus páginas ajeno al tiempo y a las
prisas. A lo largo de toda la obra, la poeta, se hace guitarra
para cantarle, soñarle y le llega
a palpar a través de sus ojos cerrados.
Esa Vida infeliz, que no comprende, pone coto a sus risas y
a sus pájaros. Los mira de frente y les enseña una sonrisa de dientes
carcomidos, le quedan su rostro, sus
caricias y un vagón de palabras nacidas por salir.
Frente al Mar (imagen de la
Muerte o de la Vida) surcada de
gaviotas, lanza al aire su desgarro (gemidos erigidos con palabras como ofrenda
sobre el altar a su soledad inmensa) estos poemas, como flores por abrir recién
cortadas, escogidas las más hermosas y frescas, nacidas de su alma inmortal.
Julia Jiménez Caraballo
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